Llegué a su casa y no tenía flores ni chocolates, ni siquiera una carta de amor, es más, no tenía nada, nada más que el brillo de unos ojos que delataban el apasionado amor que ardía en mis entrañas.
Entonces entré y ahí estaba ella, observándome con curiosidad, quizá preguntándose cuál era el motivo de tal expresión en mi rostro.
Quizá fuera el último día que la vería así que simplemente me acerqué y la rodeé con mis brazos, abrazándola lo más fuerte que podía, intentando de ese modo apaciguar el fuego ardiente que me consumía. Correspondió al abrazo; sus brazos eran acogedores y cómodos, confortantes y consoladores, la tibieza de su cuerpo me dio calor y por unos segundos calmó mi corazón.
Buscando mis ojos agarró de mi mano para conducirme hacia la cama, me acogió con las mantas y me llenó con el más tierno calor del que nunca nadie pudo darme.
Ahí la tenía, frente mí, estábamos cara a cara en silencio, haciendo quizá la cosa más hermosa nunca antes vista, nos dábamos amor, el más sincero amor y pese a que quizá no me amaba de la misma forma en que yo lo hacía, sus ojos brillaban, brillaban de amor, de amor y ternura.
Entonces al ver su expresión entendí que logró leer lo que en mis ojos escrito estaba, consiguió leer lo que mi boca nunca atrevía decir; mis ojos me delataron en el solo acto de mirar, diciendo en cada brillo un te amo o algo mucho más intenso que va más allá de lo que las palabras pudieran expresar; pero no importa qué pues ella lo leyó.
Entonces, en un acto imprevisto sentí bajo las mantas sus manos acariciando mi espalda y trayéndome hacia su cuerpo.
Fue ahí que no pude evitarlo, si no lo hacía me sofocaría en llamas, la apreté fuertemente contra mí y empecé a acariciar sus caderas hasta llegar a su espalda. Me detuve, no iba a cruzar la barrera, así que nos limitamos a observarnos y a desnudarnos con miradas, diciéndonos quizá todo lo que podríamos decir con palabras, pero con palabras que no podrían contener la magnitud de los sentimientos que circundaban en ese momento.
Y así, bajo las mantas hundí mi rostro sobre su pecho, cerré mis ojos e intenté grabar en mi memoria cada detalle de ese momento; su calor, la suavidad de sus pechos, el aroma de su ropa y sus cabellos, la textura de su piel, la expresión de su rostro, la sinceridad de sus ojos, el significado de cada gesto, el sentimiento de cada abrazo, de cada roce de nuestro cuerpo, de cada recorrido de sus dedos por mi fría piel, de cada silencio y de cada sofocante segundo por dejar de reprimirme para demostrar con actos la mayor prueba de ese desmesurado y loco amor que sentía por ella, con actos como el roce de nuestros labios, como el roce de nuestras almas.
S.F.
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